Que me bajo. Que paren el Madrí, que paso de esto. Aquí estoy, sí: dispuesto a renunciar al club de mi vida (lo cual viene a ser casi como abandonar a un hijo en la acera, por lo menos) por asco, tristeza y pena de ver en qué se ha convertido. Y más escandalizado aún porque, me parece, esa manera de ser y de actuar se va extendiendo por todo el mundo como un veneno insidioso.
Un tal José Mourinho, millonario y mezquino, ha impuesto entre el madridismo la religión del todo vale. Sus defensas se han convertido en una legión de embrutecidos segadores, olvidando que hubo una vez que fueron futbolistas. Todos sus jugadores, además, se han vuelto unos lloricas como sólo pueden ser los niños malcriados: si gano, bien. Si no, lloro, me enfado y no respiro.
Puede que el Mourinhismo hubiera colado en otros tiempos en los que tuviera menos enemigo. Pero cuando enfrente está un rival que no sólo juega mejor, sino que no recurre a ninguna de esas burradas que tú permites y alientas, tu actitud se convierte en vergüenza.
Y sí: mourinhos hay en todas partes. En los partidos políticos siempre los ha habido, aunque sólo sea porque los guardiolas tienden a no subir mucho en la despiadada jungla de las sedes. Pero es que los hay, por haber, hasta entre los peregrinos benedictófilos, como ese mexicanito dispuesto a arrojar ácido a los anti-papa.
Contra esa epidemia no hay mucha defensa, más allá de la protesta individual. Así que lo dicho: yo, madridista desde la cuna y hasta la tumba, renuncio a ver ni un partido del club de mis amores hasta que Mourinho se vaya. Dicho queda.