Ahora hay que darse prisa. A tres minutos del final de la legislatura, con las elecciones soplando detrás de la nuca, hay que correr. Toca, por lo visto, reformar la Constitución para poner límites a cómo pueden gastar las administraciones públicas. Y lo dicho; hay que ir a toda pastilla. Lo mismo que hasta hace cinco minutos era dificilísimo («abrir el melón» era la frase acuñada) ahora está tirado. Venga, va. Corriendo.
Pero lo cierto es que esto es mejor no hacerlo deprisa y corriendo. Es cierto, las administraciones deben controlar sus gastos. Pero hay mucho de cálculo ideológico en exigir precisamente ahora que se establezcan límites de gasto por Carta Magna. Y no es un cálculo inocente.
Desde que entramos en esta bonita crisis, todas las recetas que en el mundo han sido van por el mismo camino: menos gasto social (curioso que el social sea siempre “gasto” y el de carreteras, por ejemplo, sea “inversión”) menos Estado, menos capacidad de los gobiernos para invertir o siquiera influir en su economía. Los resultados, hasta ahora, son cero; una crisis de deuda sucede a otra, y la demanda está congelada. Y ése es el estado de cosas que se quiere perpetuar en la Constitución.
Por mucho que se diga en los periódicos color salmón, hay muchas maneras de actuar en una crisis. Una es ésta: sacrificar al Estado en brazos del mercado, poniéndole ataduras escritas con sangre. Otra es distinta: corregir, sí. Pero también regular, acabar con esos brazos podridos del mercado, luchar por el potencial de lo público en la economía. Y recordar que esos límites que impone la tía Angela no se los pone a Zapatero: nos los pone a nosotros.