Hace unos años un programa de la ETB empezó a hacer bromas sobre el terrorismo. Al menos, sobre parte de él: la “kale borroka”, los “batasunis” y la familia aquella que tenía «un hijo txarraina y otro de la ETA». No faltó quien criticara a “Vaya semanita” porque, decían, era un asunto demasiado serio como para hacer bromas.
Me reí muy a gusto con aquellos chistes, sin por ello sentirme menos cercano a las víctimas. Y, qué quieren que les diga: cuando vi que muchos vascos se descojonaban francamente de la retórica de los batasunos, empecé a pensar en que el fin de la pesadilla estaba de verdad cerca.
El fanático y el tonto tienen muchas cosas en común. Desde el origen, porque es difícil ser sinceramente lo primero sin una dosis de lo segundo. Ambos tienen en su ADN, además, tomarse a sí mismos tremendamente en serio. El fanático ve la vida con un anteojo de absoluta convicción que no admite broma.
Para un cerebro así de corrompido, la crítica es imposible, y la disensión un pecado. Pero el chiste es otra cosa, mucho peor. Un humorista con talento tiene un don para ver lo de risible que hay en todas las personas, en todos los comportamientos, en todas las creencias. Nada hay que socave más los cimientos de un fanatismo que un chiste afilado y certero.
Porque, como sabe cualquier persona con media luz y desconocen absolutamente los yihadistas, a todos los hombres nos une una naturaleza común: somos risibles. Somos débiles, tontos al menos una vez cada día, capaces de asomarnos al cielo y de resbalar al siguiente paso con una cáscara de plátano.
¿Queremos homenajear a los muertos de Charlie Hebdo? Pues sigamos riéndonos. De todo, de todos. Y sobre todo de los tontos.