Sinceramente me jode tener que escribir ahora para alabar a Jesús Sala. Me fastidia profundamente, porque acabo siendo como ese mal público deportivo que tanto abunda en Logroño. Ése que echa pestes de lo que tiene… hasta que deja de tenerlo. Momento en el cual cambia de inmediato las pestes por nostalgia: ay, qué bueno era ése que teníamos.
Me consuela saber que, al menos en el caso del entrenador, las cosas no han sido exactamente así. Al menos, no siempre.
Sí al principio, cuando era un recién llegado sin pedigrí a los mandos de un Clavijo a la deriva. Eran años duros. El club no tenía un tarín. Más aún: arrastraba una deuda que hubiera descompuesto a casi cualquier entrenador. Temporadas de cinturón apretado y delirios de grandeza, en las que parte de la grada recordaba copas imposibles y maldecía a gritos a ese entrenador bajito.
Pocos reconocían la verdad. Que año tras año, sin levantar la voz, Sala hacía un equipo con dos pesetas, mientras aguantaba no sólo a la grada, sino a otros especímenes del sótano del baloncesto: americanos puteros, jugadores que no eran nadie y se creían Jordan, pandilleros del baloncesto con menos cabeza que talento.
Y con todo eso, Jesús Sala dio una lección de lo que significa ser «un entrenador de club». O sea, un tipo que ponía los intereses de la entidad y de su continuidad siempre por encima de todo, mientras sacaba petróleo del erial y ascendía peldaño a peldaño.
Con él, el baloncesto de La Rioja llegó donde nunca había osado: a meterse, aun sin esperanzas, en la pelea por ascender a la ACB. Ahora Jesús Sala se va, esperemos que a mejor vida. Y sí, me jode tener que escribir para agradecérselo ahora. Pero peor sería no hacerlo. Así que gracias, “coach”. Hasta siempre.