Alguna vez me ha parecido ver, de lejos, el rabo del demonio de la depresión. He tenido suerte, o suficiente salud, o suficiente sentido del humor como para no acercarme más. Pero he visto a amigos míos devastados por una bicha que se come la ilusión, la salud, la esperanza y la vida de quien cae en ello sin poder evitarlo y, lo que es peor, casi sin querer hacerlo.
Hablar en voz alta de la depresión, la salud mental y lo que habría o no que hacer con quienes la sufren es siempre una temeridad. La depresión no se elige, no es una debilidad, no es un cuento. Es una enfermedad terrible que causa insondable dolor al que la sufre y al que la rodea. Y es una enfermedad de la que se sale, y en la que la esperanza de poder salir es quizá lo más importante.
Andreas Lubitz pasó una depresión. O quizá no llegó a pasarla. Algo se rompió definitivamente en su mente, y acabó cometiendo una bestialidad inimaginable llevado por no entiendo qué demonio.
Y de todo lo que leo alrededor del asunto, me da miedo lo que se dice alrededor de la depresión del copiloto. Quizá sea el momento de decir en voz alta una obviedad: que haber pasado una depresión no te convierte en un asesino psicótico, ni en un peligro para la comunidad. Porque sólo faltaba añadir desgracia a la tragedia: que acabemos saliendo de este shock con la idea de que el depresivo es un criminal en potencia, al que habría que apartar de los trabajos complicados, las responsabilidades civiles, la vida misma.
En esta sociedad de conejos asustados, en la que queremos comprar seguridades imposibles, buscamos culpables generales donde solo los hay particulares. Lubitz estaba pirado. Pero haber pasado una depresión sólo era una parte. Seamos cuidadosos.