Ayer llegué pronto al colegio de mis hijos. Los niños no entran hasta que suena la sirena, así que, mientras, hacen patio. La mitad anda por ahí, hablando de sus cosas, intentando que la otra mitad no los descabece a balonazos.
Entre los futbolistas de ayer me dejó cautivado uno en concreto. Jugaba una pachanguita entre tres o cuatro, o sea que se metían muchos goles, que celebraban como celebran todo los niños. O sea, a gritos.
Todos menos él. Él se ponía serio como una esfinge, miraba a su alrededor con la seriedad de un torero ante un Miura, se daba una carrerita, pegaba un brinco y abría los brazos en abanico. Todo con cara de mala leche, como si en lugar de meter un gol se estuviera cobrando una deuda.

Vamos, como Cristiano Ronaldo. Soy madridista desde el vientre materno, pero juro por Dios que ganas me dieron de darle una colleja al crío. Claro que luego pensé: si es que la culpa no es suya. Somos nosotros, los mayores, los que hemos logrado que un tipo así (talentoso, sí, pero chulo hasta la extenuación, eternamente enfadado) u otro asá (de aparente nulidad intelectual y querencia por el fraude fiscal) sean los ídolos de nuestros pequeños. Esos a quienes imitan.
Culpa nuestra porque, en realidad, hay otros a quien imitar. Me fijaba hoy en Xavi Hernández. Ahí lo tienen: el tipo se retira de la primera línea con una lista de títulos de metro y medio de largo, un estilo de juego que ha generado una de las mayores bellezas colectivas que el fútbol ha visto… y sin decir nunca una palabra más alta que otra.
Pero, oh, Xavi no es el tipo de gente que vende minutos de telediario. Aunque sea un intachable magnífico profesional: queremos otra cosa, y otra cosa les vendemos a nuestros niños. Ay.