La política española se ha llenado de gente nueva. De gente nueva de verdad: de ésa que ha aparecido de la vida privada, metida de lleno en harina política con la sana intención de hacer cosas, a costa de su tiempo, su trabajo y su tranquilidad personal y familiar.
Gente nueva-nueva, no de ésos que los partidos tradicionales acostumbraban a hacernos pasar como tales. Es decir, no cachorros salidos de las juventudes, sin más oficio que el pasteleo interno en busca del cargo. Sí, ya sé que hay quien dice que esa carrera política es respetable, pero a mí se me antoja que a esos políticos de carrera interna, por mucha buena intención que tengan, les faltará siempre ese hervor que da la vida privada, el trabajo de verdad y la nómina.
Por eso me gusta toda esa gente nueva que acaba de llegar. Mi ejemplo favorito es Alcanadre. Sí, ese pueblo que tuvo durante la última legislatura como alcaldesa a una mujer lesbiana, casada y del Partido Popular, sin que nadie se rasgara ninguna vestidura.
Pues bien, Alcanadre ha elegido ahora como alcalde a un chico de 23 años, número uno de una candidatura que tenía 26 años de media. Gente del pueblo, sin más siglas que las ganas de hacer cosas. Me encanta, por cierto, leer al nuevo alcalde acordarse de Adelfa (la alcaldesa que les comentaba) con elogio generoso, alejado del filibusterismo partidista: «Si ella se hubiera presentado», ha venido a decir con desacostumbrada sinceridad, «igual no hubiéramos ganado».
Si ésa es la nueva política que nos traen los tiempos, bienvenida sea. Si podemos llenar parlamentos y ayuntamientos de gente que está ahí para hacer cosas, y no para hacerse una carrera, quizá consigamos recuperar la fe en quienes nos mandan y en lo que nos mandan