Hay cosas que parece que están bien, pero que en realidad no lo están. O no lo están tanto. Esas mentiras son de las peores: por fuera están hechas de chocolate, pero por dentro huelen a estiércol. Si uno se deja llevar por el dulce, acabará comiendo mierda.
Eso ocurre, por ejemplo, con esa idea recurrente a la que el PP lleva años dando vueltas: cambiar la ley electoral para que, por sistema, deba gobernar siempre la lista más votada. Estos días acaba de volver con ella, aunque sólo como estratagema publicitaria, porque sabe perfectamente que no hay posibilidad de que algo así se apruebe antes de la ya próxima disolución de las Cortes.
El chocolate que recubre esta mentira es atractivo. Se diría que quien ha sacado más votos que los demás tiene más derecho que los demás a gobernar. Y se diría, además, que eso favorece la estabilidad y aleja la inestabilidad inherente a las coaliciones.
Pero ambas cosas son sólo azúcar sin fundamento. A lo primero podría aducirse, siendo igual de demagógico, que la lista más votada, si no tiene mayoría absoluta, siempre tendrá enfrente una mayoría de votos que quieren que NO gobierne. Y lo segundo, en realidad, no es muy cierto. No será más estable que una coalición un gobierno minoritario que haya sido aupado por imperativo legal, y que tenga una mayoría parlamentaria en contra.
No. La idea está mal porque quiere evitar algo que es fundamental en una democracia: la necesidad de que los partidos hablen, de que las opciones antagónicas se entiendan. De que desde la izquierda y la derecha basen su ejecutoria en nosotros, y no en un puro cálculo de posibilidades político-electorales. No, señores del PP. Si ganan pero no del todo, deberán aprender a hablar. Y eso será bueno para todos