Desde hace unos años dejo que una máquina conduzca por mi. Al menos un poco. He cogido la costumbre de circular por autopista siempre con el control de velocidad encendido. Ya saben: le das a un botón a, digamos, 120 por hora y el coche sigue a 120 exactos hasta que tú le digas lo contrario. La máquina no se impacienta ni corre más según pasan las horas; nunca le da por dejarse llevar cuesta abajo como un Alonso cualquiera, ni le pesa de pronto el pie como si la suela fuera de plomo. Ella es metódica, fría y constante. Mejor conductora que yo, sí.

La máquina, además, sirve para dejar al descubierto lo capullos que son algunos. Les cuento por ejemplo una situación que se me repite al menos dos o tres veces en cada viaje.

Con la precisión de la informática uno circula a velocidad estrictamente constante, adelantando a veces, siendo adelantado otras. En una de éstas uno se acerca a un vehículo que circula, de forma aparentemente tranquila, por el carril derecho. Pero de repente uno va notando cómo el otro acelera. Y más según te acercas; viendo cómo uno llega, el capullo (llamémosle por su nombre) ve excitado su instinto competitivo, su ansia formulaunística, su alma depredadora.

Y le pisa: a mí no me pasa éste, dice. El capullo pisa el acelerador hasta que, más o menos cuando estoy a su lado, las velocidades se igualan. Y ahí nos quedamos, uno a la izquierda y otro a la derecha, poniendo nuestras vidas en peligro sin ningún sentido durante un rato. Hasta que le digo a la máquina que corra aún más, cosa que no quiero hacer, o hasta que llega un camión y el capullo debe elegir entre la capullez y estamparse, cosa que no debería hacer.

Hay a quien le asusta que las máquinas piensen. Pero no son ellas las que dan miedo. Peores somos nosotros.