En un código penal hay de todo. Cada vez más, de hecho, porque según avanzan los lustros los legisladores van añadiendo delitos y faltas siguiendo, en demasiadas ocasiones, la lógica del telediario: si esto escandaliza, habrá que subir las penas.
Añadir es fácil, por lo que se va viendo, pero quitar ya no lo es tanto. Así quedan delitos que heredamos de tiempos pretéritos, hijos de años y de sociedades que no existen, o que deberían dejar de existir más pronto que tarde.
Uno de esos delitos periclitados es el que viene descrito en el artículo 525 del Código Penal. En él se tacha como delictivo hacer «escarnio» de los «dogmas, creencias, ritos o ceremonias» de una religión, si es que eso se hace con la intención de «ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa». Es, básicamente, un delito de blasfemia, aunque expresado de una forma algo menos antediluviana.
A lo largo de los años ha habido unos cuantos casos en los que este delito ha ido a los tribunales. Lo normal es que un colectivo ultra-católico lleve a juicio a tal o cual artista que ha hecho tal o cual cosa terrible de la muerte. Le pasó a Javier Krahe y también a Leo Bassi, por poner dos ejemplos. Casi siempre acaba igual: veredicto de inocencia, porque la Justicia de este país ha hecho ver por vía de la práctica lo que no le dejan hacer por la teoría: que eso de condenar a alguien por blasfemar es un absurdo.
Pero todo vuelve, y en este clima enrarecido de politiqueo bellaco todo se utiliza y todo se pervierte. Y ahí van una concejala de Madrid y un artista pamplonica a juicio de nuevo, por el mismo delito absurdo.
‘Je suis Charlie’, decíamos todos hace un poco. Pues apliquémonos el cuento, y vayamos tirado por el retrete estos delitos. Por el amor de Dios.