La memoria de los europeos es breve. Y selectiva. Y además injusta. Nos acordamos, vamos, de lo que queremos y para lo que queremos. Como si de pronto el profe de la clase pasara el borrador, y de lo escrito en la pizarra sólo quedara el polvo de la tiza, que sirve apenas para manchar las mangas de quien se acerca demasiado.
En nuestra memoria, por ejemplo, se han olvidado los millones de ciudadanos de uno y otro país europeo que tuvieron que tomar sus maletas y dejar todo (piensen bien esa palabra: todo significa todo) para huir de la guerra entre 1940 y 1945. Muchos están aún vivos, no ha pasado tanto tiempo.
En esa carrera hacia ninguna parte los españoles les llevábamos ventaja, porque fue un poquito antes cuando cientos de miles de nuestros compatriotas tuvieron que dejar todo (de nuevo, piénsenlo) para huir, simplemente para huir.
No cuento aquí a los millones de europeos (y de españoles) que se largaron de su casa buscando un futuro mejor, o simplemente poder llenar el plato con algo más que patatas. Aunque en eso también nuestra memoria es frágil.
El caso es que ahora unos cuantos cientos de miles de sirios andan huyendo de su país. Huyen porque no les queda más remedio: busquen en Internet las fotos de las ciudades que abandonan y lo entenderán.
Y ahora, ante esa tragedia de gente muriéndose ahogada, o de frío, o apiñada en un barrizal en nuestras fronteras, la respuesta de los europeos (porque me temo, ay, que nuestras instituciones apenas sean un espejo de lo que sus ciudadanos piensan) es un frío «que los tiren al mar».
No nos importa. Que se ahoguen, que se mueran, que se pudran. Pero que sea lejos.
Pobres de nosotros.