Qué altos, rubios y guapos. Holandeses, pedigrí del más primero de los primeros mundos. Casi todos bien plantaos, delgaditos en sus camisetas futboleras a rayas. Encantados de conocerse entre cerveza y cerveza.
Están sentados en las terrazas de la Plaza Mayor de Madrid, ese tostadero de turistas. Los veo tirar monedas a unas gitanas rumanas. Ellas viven en la calle, ahí al lado, las sacamos hace unos meses en estas mismas páginas.
Por unas monedas matarían, o al menos matarían lo que les queda de dignidad: correteando entre las risotadas de la horda alta y rubia, haciendo flexiones, aguantando cómo un hijoputa les quema un billete en los morros.
Los años cambian, las edades pasan, los cabrones siguen siendo iguales. Y en Europa, ay, nos vamos convirtiendo en un basurero cada vez más asustado y más lleno de esos cabrones. El sueño europeo se está disolviendo en una pesadilla en la que da mucha pena vivir, la verdad. Llevamos lustro y medio de crisis cainita, en la que todas las políticas han buscado sin apenas disimulo que la factura la pagaran los más débiles, mientras los culpables se lo seguían llevando crudo, sin disimulo y en billetes de 500. Y la respuesta de esa ciudadanía baqueteada está siendo echarle la culpa a los moros. O a los gitanos. O a quien se nos ocurra que es lo suficientemente distinto, lo suficientemente débil.
¿Hay esperanza? La hay, sí. En esa misma escena de la Plaza Mayor apareció en forma de profesor jubilado de filosofía. Con barba, abrigo y una bolsa de El Corte inglés, tuvo los huevos de ponerse ante la horda (tan rubia, tan alta, tan bien plantá) y de decirles algo que, al fin y al cabo, es la base de lo que te enseña tu mamá, el resumen ético de una filosofía que quería hacer de Europa algo distinto: «Eso no se hace».