Creer en algo no te hace más listo. Tampoco más tonto, en principio. Al menos, siempre que te digas a ti mismo: no, no tengo ninguna certeza de que esto que creo sea cierto. Algo dentro de mí me impulsa a creer en Dios (o en meigas, mediums, la homeopatía o la dieta paleolítica), pero reconozco la posibilidad de la creencia contraria. Porque sé, en el fondo, que en realidad esa otra creencia de al lado es exactamente igual de probable que la mía.
La verdad, no sé si hay muchos creyentes así por el mundo. En días como hoy tiendo a pensar que no: echo de menos la ironía, esa rara perla que delata inmediatamente la presencia de la inteligencia, imposible cuando uno está dispuesto a matar por eso en lo que cree.
Esos otros creyentes, a los que su fe ciega y empequeñece (ya no son personas, sólo prescindibles portabombas andantes) demuestran hasta qué punto la fe es capaz de hacernos más inhumanos. Hay algo en la selección natural de nuestros genes (o de nuestras construcciones culturales, los ‘memes’ de Dawkings) que ha favorecido la propagación del sentimiento religioso en la comunidad.
Pero es una constante casi universal que ese sentimiento religioso (al menos en su versión extrema) decae con la educación de los pueblos: a más cultura, menos religiosidad burda. Y ocurre que el mundo, eso tan globalizado, es también demasiado desigual. Que hay miles de millones de personas que siguen en ese estadío pre-desarrollado de incultura y falta de posibilidades educativas en el que con tanta facilidad sobrenadan los fanáticos.
Esos creyentes de brocha gorda sólo dejan una alternativa: apartarlos y seguir. La humanidad va por otro camino. Ellos están en la cuneta.