Vaya por delante la tesis de esta columna: los españoles somos gilipollas. Y ahora, si me perdona el exabrupto y se aviene a seguir leyéndome, le explico por qué estoy convencido de esa gilipollez intrínseca que, sí, me incluye lamentablemente a mí y a usted.

Usted y yo, como todos los españoles, nos acostamos tarde. Pero muy tarde: a eso de las doce los días laborables, quizá algo más si es que se queda usted viendo cualquier cosa del ‘prime time’ de la tele. Nos levantaremos mal dormidos (dormimos menos que otros países europeos, sí) y empezaremos a trabajar más tarde. Pararemos luego un ratito a almorzar, y otro ratito a comer. Y comeremos tardísimo, casi dos horas más tarde de lo que lo hacían nuestros abuelos. Volveremos a currar por la tarde, y muchos de nosotros (no digo yo, que esta profesión es una jodienda con eso de los horarios) estaremos aún en el curro pasadas las seis de la tarde, e incluso más allá.

Y sí, ahí fuera hace un solecito estupendo, pero gran parte de él nos lo comemos por culpa de que un facha de dictador quiso en 1940 que España tuviera el mismo horario que la Alemania nazi, y luego a nadie se le ocurrió corregir la chorrada.

Trabajamos mucho, cierto, pero lo hacemos a unos horarios penosos, que no tienen nada que ver con nuestro ritmo corporal ni con los horarios del resto del mundo civilizado (incluyendo al resto de países del sur, igual de latinos que nosotros). Y lo hacemos, además, con unas condiciones laborales progresivamente peores.

En fin, que somos gilipollas. Hipotecamos lo más importante de nuestra vida (que es la familia, recuerdan) por unos horarios absurdos que no queremos cambiar. Olé.