Estamos en temporada alta del trazo gordo. En tiempos de tanta crisis, con Europa desnortada, los terroristas desatados, los refugiados abandonados y los bolsillos en cuarentena, la sutileza es difícil.

Un ejemplo: «Españoles sí, refugiados no», cantaban hace unos días unos ababoles por mitad de Madrid. Fíjense que no decían «inmigrantes», sino «refugiados». Y no es que lo primero tuviera un pase, es que lo segundo es directamente de matrícula de honor de inhumanidad: nos negamos a dar refugio al que lo necesita. Y lo hacemos, en fin, en nombre de la Europa cristiana. Aunque el Papa haya dicho (y hecho) lo contrario.

Pero en fin. Andan estos días los musulmanes españoles en plena campaña para pedir clases de religión islámica en los colegios. No soy yo muy partidario de esas cosas de la religión en los centros escolares. Hace unos años era directamente alérgico, pero los años me van haciendo más tolerante: si hay un número suficiente de padres que quieren que sus hijos reciban esa formación, ni tan mal, siempre que sea fuera de currículo y no obligatoria.

Pero ojito: eso, que vale para la religión católica, ha de valer también para la musulmana. Por una pura cuestión de lógica y derecho (que todos tenemos de eso, sí) pero también por utilidad y estrategia.

Me explico. Los niños musulmanes van a recibir formación en su religión. Si no la reciben en la escuela, sus padres buscarán otros medios: y hay quien aprovecha esa oportunidad para hacer valer esa versión pirada del islam que tanto daño hace, primero, a los otros musulmanes. Una enseñanza religiosa en la escuela, acorde a los criterios de un estado democrático y no a los de unos pastores del siglo octavo, no puede ser algo tan malo.