Mi hijo mide medio centímetro. Tiene forma como de gamba: es una curva mínima en la pantalla de un ginecólogo, un trocito de nada con bultitos y algo que se parece a ojos.
    Mi hija cabe en la mancha blanca de la uña de mi pulgar. Sé que está ahí desde hace una semana; dice mi mujer que cuando me enseñó las dos rayas del predictor puse más cara de susto que el alcalde Revuelta en la noche electoral. Yo, por mi parte, sólo sé que desde ese mismo momento la suerte del primer edil o la de su oponente dejó de importarme un bledo. Por mí, Varea puede pactar la Alcaldía con el mismo Taburete.
    Porque mi hijo (o mi hija) ha tardado cinco segundos en volverme del revés. También a su madre: puede estar orgulloso de haberla cabreado aún antes de nacer. Dice que son las hormonas, claro, pero ocurre ahora que mi amorcito sube y baja como una montaña rusa; se cabrea, grita, ruge y al minuto llora. Yo lo miro todo y me río, aun a riesgo de que se mosquee aún más. Quizá no entienda que me río de puro contento.
    Mi hija será Premio Nobel. O bombero. O recordman mundial de lanzamiento de jabalina. O administrativo en una oficina de seguros. O pianista de un burdel. Nada de eso, o todo a la vez. Quizá consiga que sus padres se sientan orgullosos, pero será muy difícil que nos decepcione.
    Por ahora ha conseguido marcar como nadie la línea entre lo que importa y lo que no, y sin tener ni dedos. No es una mala lección, me da por pensar; cuántas cosas irían mejor si a todos nos esperara en casa un trocito de ser que, de tan pobre, no tiene nada más que futuro. Y a unos padres muertos de miedo. Pero eso aún no lo sabe.
    No sé si al final será hijo o hija. No sé cómo vivirá, si dentro de veinte años me hará feliz o desgraciado. Sólo sé que los milagros existen, que el mundo cabe en medio centímetro. Y que estoy deseando verle la cara.