Dios creó a los periodistas para que preguntaran. No hace falta mucho más, de hecho: ciertas habilidades de comunicación y, sobre todo, la capacidad de hacer (y hacerse) las preguntas correctas. O las incorrectas, que también.
Por eso no hay –no debería haber– nada más frustrante para un periodista que encontrarse con la imposibilidad de preguntar. El peor enemigo no es la censura, ni siquiera la autocensura: es el silencio.
Últimamente se extiende como un cáncer entre los políticos la manía de no responder. Más aún: de ni siquiera admitir preguntas. Florecen las comparecencias «sin preguntas», las notas de prensa habladas, las evasivas con el peregrino argumento de «hoy no toca». Los partidos, por ejemplo, se autoproducen los mítines electorales, prohibiendo el paso de cámaras que pudieran grabar lo que no deben.

El último ejemplo (que no el único) lo está dando el PP sobre el asunto Camps. Una consigna de silencio absoluto ha caído sobre el tema. Como si no interesara, el señor Rajoy, que aspira a ser presidente de la Nación, no admite preguntas sobre el particular. El PP emitió un comunicado oficial: lo leyó un portavoz (¿lo adivinan?) sin admitir preguntas.
Me da igual el partido; por sistema, desconfío de todo aquel que no admite preguntas. ¿Qué miedo tiene a las palabras una conciencia tranquila? El sentido común es la mejor guía: quien no admite preguntas es que algo tiene que callar. Y quien esquiva los asuntos espinosos por el procedimiento del «hoy no toca» muy poco demuestra, más allá de una falta total de respeto por quienes le pagan. O sea, todos.