Las enfermeras están muy cabreadas. Los enfermeros también, pero por una vez dirijámonos a todo un colectivo con el femenino. Así pues: las enfermeras están cabreadas. Desde el asunto del pobre bebé Rayan, están en pie de guerra. A La Rioja todo llega con retraso, hasta los cabreos, así que las enfermeras riojanas se manifestaron ayer, diez días después de la muerte del bebé.

Hay en el cabreo de las enfermeras puntos muy comprensibles. Por situación laboral, sometidas a turnos cambiantes, servicios móviles, contratos imposibles y oposiciones inconstantes. Por presión y por incomprensión, ésa a la que las sometemos muchas veces los pacientes. Por comparación con los médicos, ésos que tantas veces se protegen cuando vienen mal dadas, y dejan que sea la pobre enfermera la que se coma el peor marrón posible. Lo sé: lo he visto.

Sin embargo, en este cabreo de hoy veo cosas que no entiendo. Salen las enfermeras a la calle dispuestas a no consentir «que se nos quiera rebajar a la altura del barro a toda una profesión (…) y se devalúe por algo que aún se está investigando». Y yo no lo entiendo. Que yo sepa, no hay devaluación colectiva, rebaje profesional ni nada que se le parezca. Lo único que hay es, aún con las cautelas necesarias, una enfermera que la cagó. Con las atenuantes que se verán, pero la cagó. Ese trabajo es así: si uno se equivoca, otro uno muere.

Si yo digo «una enfermera la cagó», no digo «todas las enfermeras son unas incompetentes», lo cual sería falso, injusto y tonto. Los cabreos colectivos son igual de tontos; el error es de una persona. Compadezcámosla, si cabe. Pero no nos ofendamos.