Hay un país de burros que se parece a España, aunque no lo sea. A saber: sus fronteras coinciden con las nuestras, pero no somos nosotros.
Ese país de burros es un sitio desagradable. Un sitio en el que no hay rivales, ni grises. En ese país todo son enemigos, todo es en blanco o negro. Todo el mundo está tan convencido de tener razón en todo (debe haber un gen para eso) que cada discusión deviene inevitablemente en griterío. Todo el mundo, en esa tierra inhóspita, escucha sólo lo que quiere oir: sólo a quienes le dan la razón, sólo la radio o el periódico que reafirman sus prejuicios. El de enfrente es un tonto, y el pobre que intenta mantenerse en el ni fú ni fa, un sospechoso.
En ese país, por ejemplo, es permisible que un alcalde de ciudad tan grande como Valladolid diga lo siguiente de una ministra: «Tengo que decir que cada vez que le veo la cara y esos morritos pienso lo mismo, pero no lo voy a decir aquí». Y tan campante, como si nada pasara.

Claro que teniendo en cuenta que el presidente de los municipios de España es un señor que se preguntaba (¡en 2008!) «por qué hay tanto tonto de los cojones que todavía vota a la derecha», y que pese a todo sigue en su cargo…
Esos dos alcaldes no pueden serlo en mi país, ése en el que veo a tanta gente amable y bien encarada que vota o no, que cree en lo que quiere sin alharacas. El país en el que vivo elegiría a Belén Esteban para presidenta del Gobierno, o eso dicen las encuestas, porque al fin y al cabo nadie es perfecto. Pero no me da la gana pensar que ese feo país de burros que asoma sus orejas de cuando en cuando sea España. Mi España, no.