Ya está la cosa prácticamente vendida. Algún huequecito queda pero, en general, se puede decir ya: el que no haya pillado cacho en una lista, que lo deje para dentro de cuatro años.
En esto de las listas electorales hay mucha literatura: de la heroica en la superficie, de la canallesca debajo. Bajo las bonitas palabras de los afortunados se adivinan los codazos que han volado en los meses previos. Para algunos se trata de esa bonita pasión por la lucha interna que corre por toda organización humana que se precie. Para otros, la lucha tiene un significado mucho más carnal, porque lo que se juegan es su sueldo.
Y cada vez más. Me preocupa ver cómo en las listas políticas hay cada vez más profesionales de la política, y menos profesionales de otra cosa. No es que crea que la política es una ocupación innoble. Lo que dudo es que tenga que ser una profesión.
Cada vez se da más en los partidos el modelo «de la cuna a la tumba». O sea: gente que pasa casi directamente de la universidad a los órganos del partido y de ahí al escaño y al cargo, sin ninguna (o casi) experiencia en lo privado.
Por muy listo que uno sea, y por muy buena intención que uno tenga, eso distorsiona la perspectiva. Primero, porque mal se puede administrar lo que no se conoce (y un político de cuna, lo mismo que uno que venga de la función pública, suspende en ese conocimiento). Segundo, porque uno se educa en un mundo de blanco y negro, de los míos y los otros, de enemigos. Y la vida no es así.
O no debería. Malo sería que, encima, el resto de los mortales se contagiara y acabara viendo el mundo como los profesionales de la lista.