Hablé con el dueño de ‘La Villa de Madrid’ sólo una vez, hace años. Una de esas llamadas que suenan en la redacción y que, en fin, a alguien le tienen que tocar. Es como una lotería: te puede caer una llamada airada, o una lunática (que las hay), o una divertida o amable o genial…
La que me tocó ese día era sobre todo una llamada triste. El hombre me contaba que acababa de ver a un fotógrafo tomando imágenes de su tienda, en la esquina entre Sagasta y Portales. Y quería saber si era uno de los nuestros, porque se olía lo que pasaba: que quizá estábamos haciendo un reportaje sobre patrimonio maltratado, o sobre grafitis, o sobre algo así.
«Ya sé que la tienda está hecha un asco», me dijo. «Hay muchas mañanas que llego, la veo cómo está y me echo a llorar». Y casi lloraba mientras me lo contaba, juraría yo. «Pero no tengo dinero para arreglarla». Alabo a mis compañeros que, escuchando lo que el hombre me contaba, decidieron prescindir de esas fotos en el reportaje. Los periódicos también tienen alma, saben.
Me gustaría poder decir que la historia de La Villa de Madrid acabó bien. No puedo, al menos para aquel hombre, que falleció meses más tarde en un accidente de tráfico en la Gran Vía. Y ahí sigue la tienda, ahora cerrada a cal y canto, con su preciosa fachada de aires modernistas afeada por mil grafitis absurdos y nada favorecida por un verde desvaído y desconchado.
Ahora temo pasar por allí y descubrir que han abierto ahí otra yogurtería supermoderna que se ha cargado la fachada. Pero quizá no: igual el dueño, o el Ayuntamiento, o quien sea, pueda hacer algo por ese pedacito del corazón de Logroño. Aunque sólo sea en memoria de aquel señor que lloraba por su pobre tienda.