Me apunté a Twitter muy prontito. Tanto que hasta mi nombre (@palvarez) estaba todavía libre. Saludé la red con auténtico regocijo, por ser lo que era: una corriente continua de noticias, de gente hablando cada uno de lo suyo, de discusión, reconocimiento y conocimiento.
Llevo un tiempo, sin embargo, huyendo de la red del pajarito. Y cada vez me da más pereza volver. La verdad: me voy hartando de tanto capullo y tanto trol, de tanto anónimo y tanto chistoso con careta. Porque Twitter ha dejado de ser una red social en su mejor sentido. Ya no es un lugar donde encontrarse con otras personas, sino que cada vez más se ha convertido en un sitio en el que huir de tirapiedras emboscados.
Estar expuesto a eso es, ciertamente, muy cansado. La verdad, siempre me ha intrigado qué tipo de psicopatía puede llevar a uno a tomar como actividad diaria insultar a otro protegido por una careta. Pero, siendo eso intrigante, me asalta cada vez más otra duda: cuál es el mecanismo por el que personas con nombres y apellidos aplauden y jalean a quien insulta, convirtiendo el exabrupto individual en un terrible fenómeno coral.
No es de extrañar, por ejemplo, que el puñetazo a Rajoy fuera el miércoles jaleado por miles de cuentas de tontos a las tres, mientras otros igual de tontos buscaban culpables más allá del propio cerebro chungo del chaval. En realidad el fenómeno es muy parecido al del acoso escolar que tanto nos preocupa: uno se ríe, suelta la broma cruel o directamente delictiva, y el resto lo amplifica riendo, compartiendo, gustando. Pensar en la víctima, para qué.
Yo, sinceramente, paso. Si me queréis, me tenéis con nombre y apellidos en Facebook. Anónimos, a chiflar a la vía.