Tengo la nevera llena de huevos. Apenas hay nada más, entre otras cosas porque la mía es una familia en eterna dieta: cero hidratos, nada de dulces, poquito de lo demás. El hecho de que ni aún así baje tripa debe ser cosa de la genética (gracias, papá).
Pero huevos sí tenemos. Un puñao. Fue mi señora, que el otro día se pasó por el Mercadona y a poco se queda en el sitio del susto. No había aceite, ni agua, ni una lechuga. La sección de carnes se reducía a un paquetito de salchichas, y en la pescadería sólo faltaba ver pasar esos arbustos esféricos que ruedan en las pelis de vaqueros. Ante tamaña escasez, mi chica hizo lo que cualquier madre responsable, pillar lo que pudo. O sea, un par de docenas de huevos que habían sobrevivido, solitarias en su estante, a la catástrofe.

La psicosis, en fin, nos ha pillado desprevenidos. Pero hay que ver qué raros que somos. Nos pensamos tan modernos, tan civilizados, tan siglo XXI, y resulta que estamos a pasito y medio de la selva. Sólo hace falta que los medios (nostra culpa) se pongan un poquito histéricos con una huelga de camioneros para que asaltemos supermercados y gasolineras. Tonto el último. Luego resulta que no era para tanto, pero qué más da. Al menos tenemos papel higiénico para un semestre.
Y mientras los consumidores se asilvestraban un poco, los camioneros hacían el bestia del todo. No seré yo quien no entienda sus problemas: los chóferes de a pie, los autónomos de «Mari Luci» en el parabrisas, se están viendo expulsados del mercado a medias por el petróleo y a medias por la competencia de los grandes que tiran el precio. Su desesperación, empero, les ha llevado demasiado lejos (barbacoa de compañero incluida) y parece que vayan a pagar caro el error: han perdido el favor de la calle.
En fin, sigamos hasta el próximo apocalipsis. Yo lo esperaré tranquilo: comiendo huevos. Que pa eso soy padre.