Ayer Papá Noel tiró a mi mujer por las escaleras. Fue él, sin duda: primero dejó todos los regalos alevosamente tirados por los peldaños y luego, mientras los niños de la casa se infartaban de puro nervio, le dio a mi señora el empujoncito que a poco le cuesta una pierna.
No fue para tanto, al final: sólo un esguince de rodilla, diagnosticado en Urgencias en apenas hora y pico. Pero lo peor fue el disgusto de darse cuenta, tras tantos años de devoción infantil, que Papá Noel nos odia.
La verdad es que sus razones tiene el gordo. Primero, no debe ser fácil trabajar sin gloria: todo Dios con sus regalos el día 24, y luego la cabalgata se la llevan otros, que además son tres y se pueden repartir el curro. Además a uno, santo y todo, le acaban tomando por el pito de un sereno; no sólo le obligan a ir por ahí con un traje diseñado por la Coca Cola, sino que encima, a la que pueden, le utilizan para hacer burradas. El miércoles un tipo disfrazado de Papá Noel entró en la fiesta de su ex para liarse a tiros, cargarse a tres y luego quemar la casa a base de cócteles molotov. Fue en USA, que es donde pasan estas cosas, pero también el tipo podría haberse vestido de otra cosa.
Que no debe ser fácil madrugar tanto para repartir catorcemil casitasdemiquimaus y tropecientas nintendodese, que menos mal que hay crisis. Y encima, llegar volando con los renos y encontrarse que media ciudad está llena de papanoeles ahorcados colgados de las ventanas.
Y en fin, que lo sepan. Mi señora, vendada del tobillo al muslo, puede atestiguar la cruda realidad: Santa nos odia. Estén atentos.