Si yo fuera judío, o al menos israelí, estaría ahora mismo tirando bombas encima de Gaza, intentando matar cuantos más palestinos pudiera. Si yo fuera palestino, estaría ahora mismo en un sótano, vistiendo el uniforme azul de Hamás, esperando a que empezara la invasión terrestre y rezando para que Alá me concediera la gracia de cortar algún cuello judío antes de que un tanque me pasara por encima.
Yo, como palestino, vivo odiando a ese colono rico que usurpó la tierra de mis padres, que levanta ciudades y alambradas en mis huertos y que, encima, me invade de vez en cuando: dos primos míos murieron hace unos meses, o unos años, a manos de esos soldados judíos. Que están locos.
Y como israelí, sé con certeza absoluta que casi todos los musulmanes del mundo (y son 1.700 millones) quieren matarme. Que más vale que me defienda, a bombazos atómicos si es necesario, porque nadie más va a hacerlo. Que esos palestinos son perfectamente capaces de inmolarse en un urbano o de tirar cohetes contra una guardería. Porque están locos.
No. No es que yo sea especialmente sádico, ni especialmente belicoso. Es básicamente que no confío demasiado en mí mismo, ni en mi capacidad para sustraerme cuando el odio flota en el aire. No hay nada más peligroso que eso: una sociedad enferma hasta la raíz si sólo puede definirse a sí misma por el odio. El odio al vecino.
Palestinos e israelíes, judíos y musulmanes, malgastan la única vida que tienen en odiarse con toda su fuerza. Por delante se llevan sus países, sus futuros y sus almas. Lo peor es saber que, en su lugar, casi todos haríamos lo mismo. Porque estamos locos.