El viernes por la noche vi la realidad. Estaba dentro de la televisión. En el interior de un programa. Se llamaba ‘Callejeros’. El espacio trazaba una ruta existencial de personas que comparten pasiones «singulares». Por ejemplo ‘Musiquito’, que desde hace años se disfraza de astronauta cantando por las calles de Sevilla la misma canción chirriante. O Encarnita y Josefina, herederas desdentadas de un baptisterio romano que descubrió su abuelo y que ellas enseñan por unas monedas con un cirio mugriento en una mano y la foto ajada de su antecesor en la otra. O ‘Toro Bravo’, un pintor de barba espesa, ojos desorbitados y discurso inapelable: «Soy Dios; nunca moriré; Dalí fue un impostor».
El material humano del reportaje no resultaba novedoso. Es el pan de cada día en tertulias con famosos de tercera y otros aquelarres de madrugada. Circos sin arena donde en medio de la pista se pone a algún freak desasistido que se deja saetear por cuatro perras. El presentador se ríe, la gente aplaude y el invitado, como un niño chico, se crece en su oligofrenia viendo que la gracia surte efecto. El último capítulo de ‘Callejeros’ recurría a los mismos protagonistas pero con una aproximación radicalmente distinta. Micrófono en mano, el periodista se acercaba a estos personajes entrevistándolos en su hábitat natural. Con respeto, dejándoles hacer, exprimiendo a plena luz toda la realidad que llevan dentro. Ni cámaras ocultas ni focos cegadores. Y con el buen detalle de difuminar la cara cuando el entrevistado dejaba claro que quería preservar su microcosmos. Cada uno de esos retazos concluía igual: la cámara alejándose como pidiendo perdón por la intromisión y el protagonista saludando.
Lo que vi el otro viernes era Real. En vez de Beckam y Ronaldo aparecían Encarnita y Josefina.