Tengo medio metro cuadrado de suelo escondido debajo del colchón de mi dormitorio. Como los años son implacables y el futuro incierto, lo conservo convencido de que con el tiempo se revalorizará y endulzará mi vejez. Un pálpito me dice que es la inversión de mi vida.
No he pagado un euro por él. Simplemente lo robé. Del mismo centro de la ciudad, si tengo que confesarlo todo. Una mañana de domingo como ésta, cuando las aceras aún estaban pegajosas y las palomas dormidas, me acerqué paseando hasta el corazón del casco antiguo y recorté mi medio metro con unas tijeras de cocina. Lo camuflé entre las páginas del periódico recién comprado y me marché silbando una melodía tonta para no levantar sospechas. De vez en cuando lo rescato de su escondrijo para sacarle brillo y sentir entre mis manos cómo va ganando enteros.
Aunque ya he tenido alguna oferta jugosa, mi convicción es fuerte. No vendo. Es más: si las deudas no aprietan, ésta será la herencia de mis hijos. Se lo cederé cuando las entrañas de la ciudad estén por fin reconvertidas en un mastodóntico parking que permita recorrer de punta a punta el subsuelo sin salir del coche; cuando los chavales sigan emborrachándose como siempre lo han hecho pero escondiendo sus vomitonas y su bulla en un aséptico polígono industrial alejado del sur; cuando IKEA gobierne el mundo; cuando todos vivamos en clónicos adosados con zona verde comunitaria, piscina, dos garajes y amplias facilidades de pago; cuando para pedir un chato haya que saber árabe (o rumano); cuando las excursiones de las guarderías no tengan como destino las huertas junto al río sino la galería comercial de un hipermercado.
Cuando todo eso ocurra, sacaré mi medio metro cuadrado de suelo del colchón y se lo donaré a mi hijo con toda la grandiosidad que exige el traspaso. «Mira mocete: así era el centro de la ciudad».