Conferencia de Presidentes. Suena bien. Regio. Solemne. Reluciente como un marco de plata recién  bruñido. En la maleta que llevaba consigo Zapatero cuando se mudó a La Moncloa traía una caja de herramientas para pegar España. Y entre ellas, una cumbre donde reunir a los mandamases de cada comunidad para limar las piezas y tratar de juntar el puzzle. Aunque fuese una vez al año.
    Sin embargo, como pasa en las familias numerosas en que los juguetes de tantos hijos se van amontonando en un baúl donde acaban mezclados los de unos con los de otros, el mecano resulta imposible de ensamblar. Unas veces a fuerza de grandes propósitos y otra a costa de un puñado de euros, el rompecabezas se llega a ordenar. Pero resulta endeble. Engañosamente firme. Cuando se le da la vuelta al cuadro para untarlo de cola y poder colgarlo en la pared, se desmorona. Las piezas se desperdigan otra vez. Unas se pierden debajo del sofá. Otras vuelven a astillarse.
    La primera Conferencia de Presidentes a la que asistí tuvo el encanto (y el barullo) de lo recién estrenado. Más de 800 periodistas acreditados que una veces atendían a Zapatero en una descomunal sala de prensa y otras al presidente de su comunidad en las modestas salitas habilitadas para cada región. La segunda perdió algo de gas. En vista de que todo estaba escrito de antemano, mi interés personal se concentró en ver que los periodistas de Madrid no se diferencian tanto de los de aquí. Y la tercera… En la tercera todo se ha quedado en palabras. Palabras y grabaciones.
    Al finalizar la cumbre, antes de tomar el avión de vuelta para Logroño, vi cómo las grúas seguían recogiendo coches destrozados y retirando escombros del enorme boquete del aparcamiento de la T-4. Y pensé allí que el puzzle es ya imposible de montar. Que ahora sí que no encaja. Que faltan dos piezas irrecuperables. Que falta Carlos Alonso Palate. Que falta Diego Armando Estacio.