El abuelo Tasio, que nunca ha votado en unas elecciones ni sabe de dinastías, sostiene una aplastante teoría ideológica fraguada en su reino de azadones y noches al raso. Aunque nunca se ha decantado por la república o la monarquía, por los anarquistas o los neocon, Tasio desconfía del que cada cuatro años es elegido (o reelegido) presidente nacional. «¿Y qué ha estudiado ése para llegar allí?», pregunta cuando el vencedor levanta el puño la noche electoral.
    El yayo es más del Rey. Y de la Reina. Y de los Príncipes. No tanto de sus cónyuges, si son plebeyos. Su tesis se sostiene en que han sido criados para ser lo que son. Desde niños, su formación incluye todo lo que deben saber para hacer su trabajo: protocolo, buenas maneras, carreras en colleges de postín, cursos en el extranjero, masters, muchos idiomas. «¿Cómo alguien que chapurrea tan mal el inglés puede representar a un país entero?, lamenta un hombre que sólo pudo aprender las cuatro reglas antes de cambiar los lápices por el cayado.
    Lo que a su lógica rural se le escapa es la pasión que despiertan los Monarcas. Su nieto, un fanático del fútbol, se vuelve loco cuando su equipo mete gol. Su nieta, incondicional de OT, estremece si Bisbal agita la cadera. ¿Pero y el Rey? ¿Qué provoca ese éxtasis colectivo cada vez que levanta el brazo o gira la cabeza?
    Tasio se los tropezó (literalmente) el otro día en el San Pedro. Cuando aguardaba a la consulta para mirarse la próstata, se vio venir una marabunta de escoltas y gerifaltes. En medio de todos, el mismo Don Juan Carlos, que se paró unos segundos para preguntar por su salud y estrecharle la mano. Al marchar, una mujer al borde del llanto sentada junto al abuelo en la sala de espera, le informó entre suspiros: «¡Son tan humanos!». Tasio se pellizcó el brazo, comprobó que era de carne y hueso y agradeció estar en un hospital. Así, en caso de emergencia, un profesional podría cortar esa brutal hemorragia de fervor.