La penúltima versión del psicópata aparentemente inocuo que un mal día termina acribillando a quien se le pone por delante se llama (se llamaba) Cho Seung-Hui y había llegado a Norteamérica desde Corea. Lo que diferencia la masacre que ha protagonizado en la Universidad de Virginia Tech de otras que los medios de comunicación nunca recogerán con tanta profusión es el escenario de la matanza y, por supuesto, la escenografía. En Estados Unidos todo es más grande y todo tiene una dimensión extraordinaria. Las hamburguesas con queso, los centros comerciales, el tamaño de las televisiones, los índices de audiencia.
    La mañana de los crímenes, Cho Seung-Hui no sólo engrasó meticulosamente la Walter P22 y la Glock 9 milímetros con las que disparó a sus 32 víctimas. También se acicaló con esmero antes de suicidarse para grabar 28 vídeos que envió a una cadena de televisión nacional junto a un buen puñado de fotografías de sí mismo en actitud violenta. De esa manera consiguió lo que seguramente pretendía: garantizarse una trascendencia que su personalidad perturbada y retorcida jamás le hubiera proporcionado con una vida (más o menos) convencional. 
    Los tarados no saben de fronteras. El cerebro del asesino de Virginia Tech estaría igual de podrido en su casa yanki que en Corea, y temo que en cualquier otro punto del planeta tampoco hubiera mejorado mucho. El punto extra que le dio el ‘amigo americano’ no es la facilidad para comprar dos pistolas, sino la seguridad que tiene cualquier loco de disponer de una cámara para él solo. Aunque sea a título póstumo.
    Si le hubieran impedido a Cho Seung-Hui comprar las armas de fuego, habría fabricado una bomba casera. O habría recurrido al cuchillo con el que untaba la crema de cacahuete para rebanar el cuello de sus compañeros. A lo que jamás hubiera renunciado es a la televisión. Las televisiones tampoco han renunciado a él.