Hubo un tiempo en que los pisos no llevaban adosada una piscina comunitaria y las sociedades recreativas eran coto exclusivo de gente de posibles. En aquel tiempo, cuando el cambio climático formaba parte de la ciencia ficción y el calor sólo apretaba en verano, la única alternativa democrática para el remojo colectivo eran las riberas de los ríos. El barrio entero se trasladaba en bloque a la sombra de las choperas. Las toallas se plantaban en la parte del verdín que no invadían las ortigas y a los mocetes se les calzaba chancletas de plástico para andar por el cauce sin cortarse con los cantos del fondo.
En el este de Logroño, el peregrinaje estival enfilaba hacia las orillas del Iregua. Donde ahora gobierna un centro comercial y se impone la ley del ladrillo existía un caminito rural que conducía hasta las aguas del río. Serpenteando por las huertas se atajaba hasta la zona de baño. Allí esperaban las pozas de profundidad variable que cada unidad familiar tomaba por estricto orden de llegada. El paisaje lo completaba un chiringuito de lonas rojiblancas que recetaba porrones de cerveza con gaseosa para los mayores y patatas fritas ‘Abad’ a la chavalería.
Aquel cuadro costumbrista desapareció como sin querer. El estado del bienestar lo subió al trastero en la mudanza hacia el nuevo siglo y quedó sepultado debajo de planes generales de ordenación y urbanizaciones con piscina propia.
En ese escenario se levanta ahora el Centro Tecnológico de la Fombera. Un edificio de proporciones mayúsculas, con ese aire de vanguardismo pelín iconoclasta con el que se gustan vestir los pueblos grandes que se postulan como pequeñas ciudades. Su misión, dicen, será impulsar la I+D+i y todas las demás siglas que quepan en el sumatorio de las nuevas tecnologías. Las mismas que acabaron con el caminito que llevaba hasta las pozas del Iregua. Esas que deberían investigar en qué parte del desván quedó el viejo Logroño que se bañaba en el río.