Muchas de las noticias que usted lee a diario en estas páginas llevan cosidas en el dobladillo otra noticia. Ni se ven ni sobresalen, pero están ahí, remetidas bajo la superficie. Cuando pasan los días, cuando los acontecimientos se desgastan, por fin asoman en público.

Ocurrió con el anuncio de que Maristas cerraba sus puertas en el corazón de Logroño para reubicarse por el sur. Lo que el titular no decía entonces pero llevaba impreso en tinta transparente era que, abierta la veda, el resto de los colegios privados arraigados en el centro mutaría sin mucha dilación sus vetustos pupitres por vanguardistas pizarras digitaltes. Lejos, eso sí, del epicentro. Acaba de suceder. El protagonista es ahora Escolapios.

Como lo de blandir la piqueta viste mal, mantener alguno de lo símbolos arquitectónicos sirve como coartada recurrente para salvar la cara. El catálogo de edificios protegidos se convierte en asidero para justificar una cuestión que no sabe de clases magistrales o recuerdos indelebles: sólo de perras.

Lo que ni los interesados ni el ayuntamiento esgrimen (lo que todos olvidan) es el lugar que esa edificación ocupa en otros catálogos. Uno, el sentimental de muchos logroñeses. Otro, de más calado, el social de la ciudad. Porque la anunciada marcha de Escolapios supondrá también la emigración de cientos de chavales, de sus padres, de los balones que botan por el patio. De la savia y la vida que un colegio bombea a una parte del corazón de Logroño especialmente coagulada como es Villegas y Doce Ligero.

Su mudanza sumará un nuevo tanto al extrarradio y restará una pita al centro. Ese sitio de paso, aledaño a las zonas resindenciales, ocupado por parkings y edificios oficiales al que ya sólo se va para tomar un pincho o comprar en los chinos.

Como pasó con Maristas, la noticia de Escolapios remite al futuro: ¿qué congregación será la siguiente en hacer las maletas? No deje de comprar el periódico para saberlo.