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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

TERRORES NOCTURNOS

Yo también padecí mi personal mantoncillo de barrio. A diferencia de otros inquilinos de esta redacción que recuerdan vívidamente los nombres de sus quinquis de juventud, yo no tenga ni idea de cómo se llamaba el mío. Sólo pensar en él bloqueaba (entonces y ahora) mis conexiones neuronales.

La que sí tengo fresco en el recuerdo es su estampa. Gastaba un pelo mal rapado en las sienes y greñudo por la nuca. Más que de punki, tenía un aire de convicto veterano aunque con suerte no superaba los quince años. Siempre llevaba un paquete de winston americano encajado en el bolsillo de una camiseta sucia y sin mangas, con el logo de Iron Maiden en la pechera. Con ese uniforme dejaba ver desde lejos aquellas manos renegridas que, según coincidían sus muchas víctimas, daban hostias como raquetazos.

Pero lo que resaltaba sobre todo eran los tatuajes que lucía en ambos brazos y que él mismo se había manufacturado al estilo de la época: agujereando la piel con la punta de un compás y rellenando los huecos con la tinta azul de un boli bic. Su figura estaba rematada por unos ojos extremadamente claros que trepanaban a cualquiera y una perenne bolsa de plástico rellena de gomafer que, a fuerza de olerla, inyectaba a su mirada un plus de locura.

Igual que uno heredaba los libros de su hermana y la cazadora de algún vecino mayor, entonces también los macarras que traspasaban de generación en generación. El mío pertenecía al mismo clan que ya había atemorizado a mi primo y solía actuar en la misma zona: la campa que quedaba entre el colegio y la última hilera de casas del barrio que, cuando se ponía el sol, se convertía en una cueva sin salida para las presas de la camorra. Una de aquellas noches de invierno, al volver de clase con mi cabás, apareció de la nada. «Jai chico, dame un duro», me ordenó tras inhalar su bolsa de pegamento. Le dejé con la palabra en la boca y eché a correr tan rápido que aún no he parado y sigo huyendo de él.

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