La línea que separa el vanguardismo de la tomadura de pelo es unas veces delgada y otras directamente sonrojante. Aterriza en una ciudad de provincias un artista de calidad cuestionable que habla de biofilia y remite a Alvin Tofler y los del pueblo asienten por ese miedo atroz que da parecer de pueblo ante el urbanita.

Es lo que ha sucedido esta semana en Logroño. A falta de revivir a Italo Calvino y sus ciudades invisibles, parece que estaba de saldo Bigas Luna para vender engoladamente algo llamado la ciudad inventada. ¿Y cuál es el Logroño que sale de la mente que ha perpetrado Yo soy la Juani? Pues nada más y nada menos que una «actuación» con 300 lechugas por el Casco Antiguo, ajos dispuestos en las hornacinas vacías y altares de cocina tradicional por las calles empedradas.

Como broma barata tendría un pase. Incluso en una de esas urbes alienantes y congestionadas cabrían todas esas reminiscencias a la tierra que se marcó el director de Bámbola entre las alcachofas, espárragos, borrajas y pimientos de la Plaza de Abastos al más genuino estilo Paco Porras. ¿Pero en Logroño? Bastaría con que la ciudad, en vez de haber cedido ante el cemento, se hubiera mantenido tal y como era hasta hace cuatro días. Con las huertas en Madre de Dios y el mercado de la verdura en Varea; con el renque que el yayo Tasio cultivaba junto al Iregua y esa vecina que a cambio de media docena de huevos te regalaba un cardo por Navidad.

Imagino a Bigas Luna reposando en alguna hermosa masía catalana y descubriendo, después de años como líder cultural, la sulfatadora y el azadón. Recetando que el arte puede ser la arena en el desierto, el hielo en el Polo y la huerta en una ciudad de provincias. Llevando su «actuación» hoy aquí. Luego en Palencia. Pasado en Soria. Al siguiente, en cualquier otro lugar acomplejado que reverencia al que llega de fuera y le planta cualquier cosa. Ayer unas gominolas gigantes; mañana unos puerros amargos.