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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

ESCENAS MATEAS

I.

No basta con quedarse en Logroño durante San Mateo. Hay que demostrar que se está de fiesta. Sudar riojanismo, colgarse un pañuelo rojo (o azul), comulgar con el jolgorio. Y el que no se mimetice, que se marche a Salou.

Algunos se lo toman a pecho. Se llenan el cuerpo de vino para mayor gloria del santo. O van a ver a Gorgorito por enémsima vez aunque sepan que la bruja siempre se lleva las hostias. Y se montan en el Tren Chispita acurrucados por si en ese momento pasa alguien de la oficina por las barracas y le reconocen. Y los comercios, mientras cuadran balances y se pelean con la crisis, llenan los escaparates de cachivaches mateos. El esfuerzo arroja visiones surrealistas. Ópticas que parecen tiendas de ultramarinos con seis botellas y media docena de copas. Tiendas de lencería con sacacorchos entre bragas y sujetadores.

Hasta las calles tienen que gritar que es San Mateo. Y las fuentes arrojan vino. Y colocan en el centro de Logroño, tiradas de balcón a balcón, iluminarias con cepas y uvas de colores. Y un crío con un pañuelo anudado al cuello que viene de Gorgorito y luego va a montarse en el Tren Chispita, se llena de emoción y dice a su padre: “Mira qué bien papá, ya es Navidad”.

II.

El primer día laborable después de San Mateo, el supermercado parece un economato etíope en vísperas de un holocausto nuclear. La clientela asalta las estanterías para reponer los frigoríficos vacíos; la chavalería ataca la sección de bebidas en busca de más ginebra de marcas ignotas y algún periodista despistado se hace con un plato precocinado que le saque del paso.

La fila hasta llegar a la caja es tan larga y dolorosa como un martirio. Justo delante de mí, en un inconcreto punto kilómetro de la cola, un tipo alto y desgarbado aguarda su turno con una enorme bolsa de comida para perros como única compra. Lleva la cabeza llena de rastas y la cara perforada de piercings. Su cuerpo tiene más roña que el palo de un gallinero y desprende un olor extraño. Unas destartaladas chancletas protegen sus pies negros como el tizón. Renegridos como la ajada camiseta sin mangas que viste. Como la flauta travesera que lleva colgada al cuello. Como sus bermudas rotas, de las que asoman unos calzoncillos negros. Negros como los cuatro dientes que le quedan en la boca y que enseña cuando, mientras espera, sonríe de lejos al perro de mirada triste que le espera fuera del súper.

Llega su turno. «Son 4,32 euros, caballero», le informa la cajera. El cliente saca del bolsillo una montaña de monedas. Las ganancias ( imagino) de los conciertos callejeros en compañía de su esquelético pastor alemán. Antes de entregarle el importe exacto, la dependienta le pregunta: «¿Tarjeta Carrefour?». Ni siquiera le responde. Cuando sale por la puerta y llega mi turno, la chica me confiesa con un mohín de complicidad: «Estos turistas no entienden ni gota de español».

III.

Se atrajeron desde la primera vez que sus miradas se cruzaron. Ella había bajado aquella misma noche a las fiestas con cuatro amigas en un coche. Él había llegado a Logroño después de cruzar la frontera en los bajos de un camión y recorrer media España vendiendo gafas fluorescentes y gorritos de cowboy.

En el bar donde coincidieron servían chupitos de ron gratis en la hora feliz y sonaba música de Makoki. Cuando él se acercó al grupo de chicas que bailaba en un rincón ofreciendo su mercancía, las cinco le rodearon. Le dijeron negro qué ojos más bonitos tienes. Él no entendió nada. Les extendió los brazos donde llevaba colgados docenas diademas y cientos de relojes y gritó para que le oyeran mejor en medio del bullicio: «Cinco euros; barato, barato». Las amigas se fueron a reclamar otro trago, pero ella se quedó pegada a él. «Si me regalas una pulsera te doy un beso», le susurró poniéndose de puntillas. Él se marchó con todos los bártulos al siguiente bar, y antes de salir por la puerta y recibir los codazos y pisotones de la marabaunta lanzó una mirada furtiva a la chica. Los ojos de ella estaban ahí para recibirla.

Volvieron a verse a última hora de madrugada. Ella había perdido a sus amigas y llevaba el rímel descorrido. Él había ganado veinte euros después de recorrer cien locales y descansaba en un portal solitario. ¿Te acuerdas de mí?, le preguntó la chica.

Al acabar las fiestas de Logroño, el vendedor ambulante se marchó a otras fiestas. Unos meses después, ella dio a luz a un niño moreno que tenía los ojos de su padre. Le llamó Mateo.

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