Usted y yo tenemos algo en común con George Bush: el presidente saliente de Estados Unidos Unidos es una persona, y como tal atesora un pasado. Entiendo que resulte duro digerir una verdad de este calibre en pleno domingo, pero no podía ocultarla por más tiempo.
En todo caso, ahí se agotan las similitudes con el ínclito tejano. La diferencia radical respecto a usted es que ha sido él mismo quien ha refrescado su propia memoria con esa rotundidad que supuran quienes se saben protagonistas de un capítulo de la historia y que, obviamente (y por suerte), su pasado y el del resto de los mortales tiene poco que ver.
En un presunto alarde de humanidad mientras empaquetaba las botas de montar y el resto de sus pertenencias de la Casa Blanca, Bush ha confesado que se arrepiente de algunas de las cosas que dijo durante su mandato. Todo un gesto de modestia si no fuera porque de lo que abjura no es de invadir países a su antojo, mandar a la mierda el sistema económico internacional o matar a miles de inocentes en nombre de no se qué orden mundial. El resbalón que más le incomoda es el que tuvo sobre la cubierta del flamante portaaviones Abraham Lincoln en mayo del 2003. Allí, pertrechado con el disfraz de comandante en jefe con el que jugó durante ocho años y saludando a cientos de marines que no sabían si Irak era una marca de hamburguesas o un país de Oriente Medio, dijo que la misión estaba cumplida y la paz más cerca.
Ahora dice que se retracta. Y hace bien. Se acaba de dar cuenta de que entonces no todo había acabado. Aún tenía mucho que hacer para acabar de joder al planeta.