Verónica es una mujer de Logroño que no está casada. O bueno, sí. A veces. Todo depende de a quién le pregunte. Si consulta con la interesada le dirá que no. Por una cuestión bastante obvia: nunca ha pasado por el altar ni ha firmado ningún papel que civilmente le una con su pareja. Si acude al Registro Civil comprobará que sí. Por otra razón igualmente contundente a los ojos de una administración ciega: porque así consta en la casilla correspondiente.

Verónica acudió un día al Registro Civil de Logroño aprovechando que los trabajadores de Justicia no estaban de huelga. Como seguro que le ha pasado a usted si debe hacer cualquier trámite que incumba a este negociado, esperó en una fila una hora antes de que abriera. Cogió número y volvió a esperar. Esperó y esperó y cuando topó con la funcionaria de turno para que le expidiera un certificado de nacimiento de su hijo, le informó de que estaba casada aunque no estaba casada.

Un error lo tiene cualquiera. Hasta como chiste podría valer. El problema es que Verónica comprobó algo mucho más grave: la burocracia supera a la ficción. Y a hasta a la propia realidad. En vez de asumir la confusión y facilitarle la tramitación para subsanar un fallo ajeno, es ella quien debe ahora demostrar cómo es lo que es aunque un papel mal gestionado diga lo contrario.

Todo sería más fácil si en vez de enfrentarse al ‘sistema’ donde se amparan tantas incompetencias, el Registro Civil funcionara como una tienda de barrio. Que uno guarde el tiquet de compra cada vez que reciba un servicio y cuando haya un error en la factura le reintegren el dinero. O, al menos, que le devuelvan su estado civil.