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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

CARROS Y CARRETAS

Mientras en la cocina dan el último hervor al cardo y aliñan el patorrillo para la cena de Noche Buena, el yayo Tasio se sienta en el salón para escuchar con atención el discurso del Rey. Le ha gustado siempre lo que dice pero, sobre todo, cómo lo dice: erguido como un ciprés, con esos trajes tan bien entallados y sin trastabillarse a pesar de usar palabras que el abuelo ha tenido algún año que consultar en el diccionario como democracia orgánica, vínculos trasatlánticos o vertebración territorial.

El otro día, sin embargo, su fervor monárquico se oscureció como las bombillas de bajo consumo que lucen con desgana esta Navidad cuando Juan Carlos giró su regio busto, miró al yayo directamente a los ojos a través de la pantalla de televisión y le ordenó tirar del carro. No había duda: le estaba hablando a él. No apelaba ni a los banqueros conchabados con Maddoff ni a los gobiernos que nunca previeron la crisis. Ni a los que flotaban en el aire con la burbuja inmobiliaria ni a los especuladores irrefrenables. Se lo estaba diciendo a él que sufre lo que otros han consentido. Y se lo decía a los jardineros del complejo de La Zarzuela. Y a la enfermera del cirujano que hizo la rinoplastia a su nuera. Y al padre de Mari Luz. Y a las chachas de los miembros del CGPJ que han absuelto al juez Tirado.

Si la familia del yayo hubiese celebrado este año la Navidad en su casa del pueblo, a Tasio le hubiera faltado tiempo para bajar al establo, rescatar el carro que aún conserva de cuando era viajante por la sierra y regalárselo al Rey con una sola condición: que tire de él quien lo ha llevado hasta aquí. Al yayo aún le duelen los riñones de todos los años que le tocó empujar.

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