Leo acaba de nacer. Su alumbramiento hubiera quedado oculto entre las estadísticas de la sección de Obstetricia del San Pedro si no fuera porque vino al mundo al poco de dar las doce campanadas del 31 de diciembre. La coincidencia le ha convertido así en el objetivo de ese clásico entre los clásicos de la información de todos los 1 de enero: el reportaje del primer bebé del año.

Si el parto se hubiera retrasado unos minutos o hubiese roto aguas unos días después, Leo jamás habría tenido su propia portada. Su vida empezaría tan anónimamente como las de sus compañeros de cuna: entre los achuchones de las tías, el sabor de la teta y el olor a celulosa que desprenden los pañales. Él, sin embargo, ha sentido ya el brillo de los flases y hasta ha tenido voz propia por boca de esa madre resentida aún por el dolor de las contracciones y los tirones de la sutura.

Cuando dentro de unos años aprenda a leer y revise todos los recortes que sus familiares guardaron el día de su nacimiento, Leo comprobará que no fue una fecha especialmente brillante para la humanidad más allá de su venida al mundo. Junto a su foto verá la del último atentado de ETA y la de otros niños palestinos que, con mucha menos suerte que la suya, sufrieron el enésimo ataque isrelí. Comprobará que la crisis fraguada por unos pocos ahogaba a muchos y que la violencia doméstica tenía una sección propia a fuerza de muertes y malos tratos.

Puede que Leo vuelva a ser portada dentro de un siglo como uno de esos abuelos centenarios que se aferran a la vida. Ojalá que entonces las noticias que le acompañen en la portada tengan que ver con otro mundo. A ser posible, mejor.

Foto: Enrique del Río