El niño no se puede dormir. Hace una hora que ha pasado su hora de ir a la cama, pero hoy es incapaz de conciliar el sueño porque en la calle retumba hasta el tuétano el golpeo de los tambores y el murmullo del público al paso de la procesión. Excitado por la curiosidad, el crío arrastra una silla hasta la ventana y se pone de puntillas para ver desde las alturas la causa de su desvelo. Con la nariz pegada al cristal se abraza al algodón de las cortinas buscando protección. Intenta aplacar así la mezcla de miedo y sorpresa que de pronto le devuelve la escena que recorre la calle. «Mira, un desfile de carrozas», se dice al instante. El mocete acaba de encontrar en su minúsculo cerebro la conexión mental que justifica esa hilera intempestiva y ajena de encapuchados arrastrando los pies. «¿Y ese señor que va encima de la cabalgata sosteniendo una cruz?», pregunta cuando afina la mirada sobre el paso. El rostro desencadado del penitente, el chasquido de los bastones sobre el asfalto, la luz de los farolillos que distorsionan el cuadro de túnicas negras. El chaval no acaba de sacudirse el terror que invade su imaginación infantil, pero en seguida encuentra para sí otra razón que pueda alejarlo. «Claro, es carnaval». Al final de la avenida, otra cofradía de capirotes blancos hace blandir sus estandartes. El descubrimiento multiplica por dos la desazón del chiquillo. Lenta, pesada, ténebremente, los dos grupos enfilan el uno hacia el otro alineados de forma marcial. El niño hace el último esfuezo por autoconvencerse. «Negros y blancos: son alfiles y peones jugando al ajedrez como me enseñaste, ¿a que sí?».

Sí cariño, el ajedrez. Ya puedes marcharte a la cama.