Esta mañana cuando estaba comprando el periódico ha pasado junto al quiosco un coche oficial. Era uno de esos vehículos robustos como un pánzer, lunas tintadas y color azul metalizado. Entre que estamos en una campaña que trae hasta aquí una gavilla de líderes y el chófer iba más rápido de lo recomendable, no he logrado distinguir quién iba en su interior. No he llegado a saber si se trataba de un consejero acudiendo a un encuentro institucional con algún sector estratégico o ese mismo consejero llevando a su hija al cumpleaños de una compañera de clase. Tampoco he sido capaz de concretar si se trataba del alcalde de una ciudad de provincias dirigiéndose a visitar el estado de las últimas obras que agujerean el asfalto o ese alcalde apurado de tiempo para llegar a ver el partido de su equipo de toda la vida.

Cuando el coche ha doblado la esquina, el reflejo del sol me ha permitido por un instante apreciar que el pasajero iba vestido con un elegante traje –tal vez de Forever Young– de corte impecable y raya diplomática. La premura y la distancia me ha impedido saber si esa americana la ha comprado él con su propio dinero o ha sido un regalo de algún amiguito de toda la vida al que quiere un huevo y sobre el que, casualmente, recae de vez en cuando algún contrato millonario.

Mientras recogía el periódico dando vueltas a mis dudas dominicales, atravesó el cielo un flamante avión. Su poderosa silueta me confirmó que era uno de esos Falcon de las Fuerzas Armadas y pensé en voz alta que quizás en él viajaba el presidente del Gobierno. «Más bien creo yo que quien va dentro es Rodríguez Zapatero», me corrigió la quiosquera.