Voy andando distraídamente por la calle mientras el sol aprieta. En un momento dado giro la mirada y descubro un sobre tirado entre dos coches cualquiera. Como no tengo excesiva prisa, detengo el paso e inspecciono ese amasijo de papel blanco primero con la punta del pie y después, cuando compruebo que hay algo dentro, con las dos manos. Abro desconfiadamente el sobre con la punta de los dedos y de pronto las gotas de sudor que me caen por la frente se convierten en una catarata que me nubla la mirada.

En el interior hay un manojo de papeles de colores que al acercar la vista certifico que corresponden a billetes de entre 500 y 50. No hay ni uno ni dos ni tres. El fajo es importante y supera los 18.000 euros. La riada de sudor atorrante se transforma en un escalofrío helador. Mi primera reacción consiste en agazaparme con el botín que acabo de descubrir y echar un vistazo de chacal para certificar que no hay ningún testigo alrededor.

En esa posición entre ridícula y temorosa, me sobreviene a la cabeza un listado pormenorizado de cómo malgastaré ese pastón huérfano de dueño. Cambiaré de televisor, me pegaré un viaje acojonante, cenaré marisco en un restaurante fetén y, si me sobra un pico, este domingo en misa echaré unas monedas de más al cestillo.
Mi sueño se rompe al descubrir que dentro del sobre hay algo más: es el recorte del periódico que cuenta cómo un jubilado llamado Marcelino encontró el otro día un sobre con 18.000 euros en Logroño y no se lo pensó dos veces para llamar a la Policía y entregrarle el dinero a su dueño.

La noticia dice que Marcelino es un hombre honrado y yo nunca lo seré.

La foto es de Gasco y muestra a Marcelino Ciria con el documento que acredita que acudió a la Policía para proceder a la devolución del dinero hallado en la calle