La anunciada construcción de dos embarcaderos en ambas orillas del Ebro a su paso por Logroño viene a confirmar que el futuro ya está escrito y la mayoría de las veces es sólo una copia rejuvenecida del pasado.

La recuperación del río –y en un tono más ambicioso el definitivo salto de la ciudad hacia el Norte– ha sido una constante en la declaración de intenciones de todos los que aspiraban a dirigir el Ayuntamiento logroñés. La cuestión se ha repetido como un mantra durante las últimas décadas. Igual que el uso de la fantasmal última planta del Mercado de Abastos; como la eliminación de los ruidos nocturnos en el Casco Antiguo; al estilo de la mil veces cacareada regeneración social y urbanística de la Glorieta del Doctor Zubía.

La nueva oferta náutica se presenta, en realidad, como la versión actualizada de las barcas que ‘El Pasti’ alquilaba a la fresca de las choperas para parejas de enamorados y familias vestidas de domingo. Y seguro que la iniciativa tendrá éxito. Tanto como las recreaciones históricas de San Bernabé, los vetustos gigantes y cabezudos o la exaltación de la huerta de Varea de toda la vida. No queda duda: mirando al pasado es como mejor se activa la vieja sangre del nuevo Logroño.

Queda ahora la incógnita de qué forma tomará esta ingeniosa fórmula de aquí en adelante. ¿Volveremos a comprar la leche en vaquerías de confianza? ¿Se convertirán otra vez las pozas del Iregua en el lugar de baño común? ¿Se rellanarán las botellas de vino en las alcoholeras de barrio? Yo, de momento, escribiré la próxima columna en la Underwood de teclas enmohecidas y cinta bicolor que heredé de mi padre.