Ya conoce la putada que es caer enfermo. El cuerpo empieza a desmadejarse, como si de repente dejara de ser el que has portado durante toda tu vida. Los músculos se deshilachan, la cabeza no responde, los circuitos internos se comportan de forma extraña. Tal mal estás que te envían a ese taller de reparación de chasis humanos que es el hospital en la confianza de que darán con el cable averiado que colapsa el resto del mecanismo.

Nada más cruzar la puerta y después de asignarte habitación, te colocan uno de esos ridículos batines que no ajustan por la espalda y te obligan a enseñar el culo a todas las visitas. Comienza el protocolo de radiografías, análisis, electrocardiogramas, ecos y pruebas que no arrojan nada anormal y descubres entonces que existe una putada mayor a sentirte mal: no saber por qué.

La respuesta médica consiste en, mientras pasan los días y reclamas sin éxito una bata más digna, volver a realizar las mismas radiografías, análisis y electrocardiogramas. Si te llamas Dalila, eres marroquí y sufres complicaciones respiratorias, los facultativos coinciden finalmente en que padeces una rara enfermedad. Se llama gripe A y, sin saber muy bien por qué, acaba matándote. También es jodido, pero te vas al otro mundo con la mínima satisfacción de saber que el hijo que llevabas en las entrañas y que se llamará Rayán ha salido indemne y queda en manos del personal sanitario.

A los pocos días, una enfermera quizás inexperta o tal vez estresada le da a tu niño la leche por vena en vez de por la nariz. Para entonces, como ya estás muerta, no llegas a saber que la mayor de las putadas es solamente un «error».