Mi particular obsesión por el síndrome de la doble identidad (a veces hasta triple) que según confirma la experiencia define al político y le hace desdoblarse unas veces en sosegado ciudano de a pie y en acérrimo militante de un partido otras en función de dónde, cuándo, de qué o para quién hable, se ha reproducido esta semana en la figura de Arantza Quiroga. En su caso, la expresión de esa duplicidad ha venido en la dirección contraria a la habitual: no como la del político que circunstancialmente se transmuta en persona, sino en la forma de cómo alguien de a pie llega a metamorfosea en político.
Quien ha girado esta semana visita a La Rioja no ha sido estrictamente una tal Arantza, sino la presidenta del Parlamento Vasco. Y sin embargo, conversando con ella y buceando en su biografía es inevitable interrogarse cómo alguien que reside en Euskadi y podría llevar una vida más o menos cómoda se compromete con un partido (da igual que sea la del PP o del PSOE) sabiendo que a partir de entonces le amputarán su libertad y dejará de hacer como político buena parte de lo que hasta entonces podía desarrollar con naturalidad como persona.
No sé si Arantza Quiroga o la presidenta de la Cámara Vasca presenta el agravante de ser joven y guapa. Es la suya además una belleza canónica, de mirada clara, rasgos simétricos, rostro equilibrado. Una de esas hermosuras frescas que a alguno le llevaría en la calle a girar la vista y mirarle dos veces. Algo que seguramente también a ella le sucede de paseo por el País Vasco con la diferencia de que quien se vuelve no le llama ‘guapa’; le grita que su nombre está en la lista de ETA y su cara bonita en una diana.
Foto: Vincent West / REUTERS