El día que cené con el ex gerente de los antiguos Golem que luego renacerían como lacolmena le confesé la mezcla de admiración y envidia que profesaba por su trabajo en un mundo, el del cine, por el que siento una pasión frustrada. Él reconoció a renglón seguido una sensación similar respecto al periodismo y el halo de libertad e intrepidez que rodea a la profesión.

La conversación avanzó con una eufórica recapitulación por mi parte de un puñado de películas generacionales, actores desconocidos y directores de cinematografías remotas que yo proyectaría si, como él, tuviera la oportunidad de programar películas en una ciudad de provincias. El jefe de los Golem respondió con unas consideraciones personales sobre cómo habría que enfocar la información de Diario LA RIOJA, y hasta reportó un catálogo de los asuntos y personajes sobre los que apuntaría su afilada pluma si la que ve encima de esta columan fuera su foto y no la mía.

Ganada la confianza mutua me confesó que su día a día tenía poco que ver con actrices o títulos de culto y mucho con distribuidores de mediocres pero taquilleras películas americanas y adolescentes de eructo fácil que se repanchingaban en las butacas a devorar palomitas. Respondí a tanta franqueza desmontando a la vez sus fantasías sobre el periódico. Le expliqué que aquí mandan más las ventas y los anunciantes que las palabras, pero me comprometí a que si algún día cerraban las salas por falta de rentabilidad obviaría los detalles mundanos y sólo subrayaría el romanticismo del caso encabezando la crónica con algún desgastado aunque evocador titular tipo The End, Fundido a Negro o, tal vez, Última Sesión.

Nubarrones negros sobre el cine en una foto de Juan Marín