No sé si él pasó junto a mí o yo me crucé en su camino. Al final, los dos emparejamos nuestros pasos hasta detenernos en paralelo en un semáforo en rojo del centro de Logroño que ese día de fiesta a esa hora tan temprana estaba vacío. Únicamente un periodista madrugador camino del kiosko y, justo al lado, un hombre de mi misma edad bien vestido, sin un lamparón en la camisa, perfectamente peinado. Sólo un bastón impropio para un tipo tan joven y una mochila demasiado vulgar en alguien de apariencia relamida chirriaban en aquel personaje que empezó a mirarme primero con disimulo y luego sin ningún reparo.
Me sentía entre incómodo y acojonado, hasta que aquel improvisado compañero de baldosa en una calle desierta me dijo: «¿Serías tan amable, por favor, de darme unas monedas?». Le miré con una extrañeza infinita. Y me asusté. Seguramente tanto como él. A mí me atemorizó que una petición así no saliese de la boca de un indigente, un yonki o un jeta sino de alguien tan igual a mí; a él posiblemente le llenó de miedo tener que pedir dinero a un extraño. «No sabes lo mal que lo estoy pasando; ayer no cené y esta mañana aún no he desayunado», siguió justificándose con la mirada clavada en el suelo y exhibiendo su cojera. Y como si sólo razonando pudiera superar tanta vergüenza, insistió: «He tenido algún problema en casa y en el trabajo…»
Le di los cinco euros que había cogido para comprar el periódico que ese día no leí. No se los entregué por compasión. Lo hice sólo porque, mientras hablaba, me vi a mí mismo con un bastón y una mochila pidiendo dinero en un semáforo solitario a alguien como yo.