Aquí donde me lee, con esta letra tan regia e inocente que han puesto a las páginas del periódico, usted podría llegar a creer que soy una buena persona. Un ciudadano normal con quien no temería coincidir dentro del ascensor o en el último banco de la iglesia escuchando misa. Alguien que respeta el orden de fila en la caja del supermercado y hasta sería capaz de ceder su sitio al de atrás si anda con prisas y sólo tiene que pagar la barra de pan.
Nada más lejos de la realidad. Acabo de saber que soy logroñés detestable y ácrata que esta mañana, con las urgencias por acabar esta columna y aprovechando que la ciudad estaba desierta y no había ningún coche cerca, ha infringido la legalidad cruzando la carretera a pesar de que el semáforo estaba en rojo para los peatones. En mi descargo alego que sólo después he conocido que la multa por tan execrable acción puede llegar a 45 euros. Al principio he tenido un íntimo sentimiento de culpa, pero pensándolo luego bien y viendo el tamaño del absurdo que supone fijar normas así, he decido protestar contra un sistema que degrada al ciudadano y le grava por chorradas mayúsculas como si no hubiera cosas realmente serias que vigilar. Desde aquí se lo advierto al Ayuntamiento: a partir de ahora subvertiré el orden, me mutaré en un terrorista de lo cotidiano. Escupiré en el alcorque de los plataneros, tiraré el envoltorio de los chicles al suelo, pisaré el césped de los parques públicos y, el día que me caliente, echaré los plásticos en el contenedor verde.