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El yayo Tasio ha pasado por casa esta mañana a primera hora pertrechado con el chambergo que gasta cuando el frío aprieta, una boina forrada de borreguillo y el cartapacio cargado de recortes de prensa y notas manuscritas que siempre porta en la sobaquera. Venía a despedirse. Se marcha a Madrid en el coche de línea. En cuanto baje amenaza con acudir a la puerta del Ministerio de Sanidad. Allí se plantará hasta que algún bedel o la mismísima ministra le den fe de dónde está la gripe A que el yayo ha estado aguardando durante tantos meses. Les explicará que, como buen ciudadano, Tasio se acojonó con los mensajes apocalípticos. Compró las últimas mascarillas que quedaban en la farmacia, se lavó las manos todos los días hasta que tuvo la piel en carne viva, desistió (Dios sabrá perdonarle) de meter los dedos en la pila de la iglesia para santiguarse. Incluso estuvo a un tris de vacunarse contra el bicho, pero su médico de cabecera y las enfermeras que viven en el barrio le dijeron que para qué, que era una chorrada y hasta ellos pasaban. Un día se sintió flojo, como acatarrado. Fue al consultorio pensando que por fin había topado con la gripe que todos invocaban, pero antes de abrir la boca le dieron un paquetito de paracetamol, dos palmaditas en la espalda y le mandaron a casa no vaya a ser que engordara la estadística o se enterara algún periodista.
Si nadie le da razón del virus, Tasio promete traerse al menos un puñadito de tamiflús como souvenir. Nunca se sabe qué pandemia venderán mañana.