Alguien podría asociar el reporterismo a una suerte de romanticismo trufado de aventuras exóticas como esas que da la tele en los especiales de máxima audiencia. El lector reconstruye un escenario donde el periodista se faja entre inmundas favelas de Medellín infectadas de sicarios que esnifan pegamento. Campanarios agujerados desde donde los francotiradores se emboscan para disparar al bulto en Mostar; lupanares por los suburbios de Sinaloa en los que las navajas se sirven frías y las balaceras calientes para el que quiera saber demasiado.

Cuando la imaginación aterriza en el aeropuerto de la realidad local, resulta que el auténtico peligro palpita al borde de una carretera cualquiera, junto a la finca de Alfaro donde las excavadoras están arrancando unas viñas ilegales. La tensión florece una destemplada mañana de mayo. Por un terreno embarrado con los matorrales húmedos es por donde asoma una cuadrilla de exaltados que grita a los periodistas eso tan cavernícola cuando las razones se agotan de «te voy a rajar». Violencia verbal que duele casi más que las hostias prometidas pero que carece del riojanismo de un azadón que sale del maletero. El miedo brota en su mango rasposo, el filo metálico, la mirada inyectada de su dueño. Sólo entonces desaparece el miedo y lo que se instala es una desagradable sensación de mal cuerpo que va desquitándose (aunque sea una miaja) al cabo de los días, pensando que la sombra de ningún azadón es tan grande como para tapar la voz de nadie.